Un cuentito festivo


El pingullo mágico

Juan estaba impaciente por abrir su regalo de cumpleaños. Con detenimiento observó la colorida envoltura. – ¿Qué será esta vez?– dijo para sus adentros – ¡espero que sea un auto último modelo, o un celular, o… un Wii!
Pero, el niño se sorprendió tanto al ver, que se trataba de una pequeña flauta. Su aspecto era igual al de un esferográfico escolar; su color era como el marfil, con diminutos huecos y su forma, era como un dedo huesudo y delgado. Juan lanzó un grito a los cuatro vientos y fue a quejarse inmediatamente con sus padres.
-¡Yo les dije que quería un Wii, y me dan ésta cosita, que parece un hueso de pollo!
Pedro, su padre, se acercó lentamente y le dijo –Ésta no es una flauta cualquiera hijo tiene poderes mágicos, se llama pingullo –. Juan se quedó perplejo, no le creyó ni una sola palabra a su padre. Con el instrumento en la mano y la cabeza gacha se retiró a su cuarto lleno de rabia.
El padre de Juan pertenecía a una familia que trataba de mantener sus costumbres y raíces ancestrales. Cada año, en el mes de junio, la familia se reunía para agradecer al dios Sol y a la Pacha mama, por todo lo bueno que habían cosechado durante el año. Sin embargo, su hijo nunca se mostró interesado, estaba tan absorto en las máquinas de video juegos del señor Ascaray, que llegaba muy cansado para escuchar las fabulosas historias que sus padres relataban sobre el pueblo yumbo.

En su habitación, Juan lanzó el pingullo sobre la cama y caminó de un lado al otro pensando en las palabras de su padre. -¿Y si en verdad fuera mágico?- se preguntaba. ¡Ya sé voy a tocar un poco, para ver si es cierto!
Sopló y sopló, de la flauta salían ruidos que parecían chillidos de hienas. Arrojó el pingullo al piso. Se acostó en su cama y vio el tumbado fijamente, poco a poco se quedó dormido.
La luna iluminaba todo el barrio de Cotocollao. Los buses, los comerciantes y la música fueron disipándose lentamente. Eran ya las doce de la media noche. Juan continuaba profundamente dormido.
De pronto, un viento fuerte sacudió la ventana de su cuarto. A lo lejos, detrás de una humareda, se oía el golpe de una lanza contra el piso; de unos caracoles; y unos silbidos. Juan despertó asustado.
-¿Qué es ese ruido? ¿Por qué tanto relajo? Papá, mamá…están ahí- dijo con miedo el pequeño niño, pero era inútil nadie respondió.
Temblando se deslizó por su cama hasta llegar a la ventana. Se puso de rodillas; se apoyó en espaldar quedándose inmóvil. Los sonidos se hicieron cada vez más fuertes. Corrió la cortina despacio. ¡No podía creer lo que sus ojos veían!
En mitad de la calle se encontraban unos personajes muy coloridos y festivos, que jamás había visto en su corta vida. En la mitad de toda la multitud, se encontraba un anciano. Su vestimenta era muy particular. En la cabeza traía puesta una corona de plumas de guacamayo de varios colores; del cuello a la cintura, traía una especie de poncho formado sólo por cáscaras de coco; de la cintura para abajo, llevaba un pantalón muy llamativo de color azul con rayas celestes, del cual colgaban caparazones de caracoles y conchillas. Con sus manos sostenía una larga lanza adornada con cintas y cuentas.
Los otros personajes se confundían entre monos de terciopelo; danzantes con sobreros de paja toquilla, pantalones blancos y ponchos rojos, con una careta semitransparente en sus rostros; otros hombres y mujeres que imitaban al anciano en su vestimenta; unos negritos; un niño que cargaba un tambor; y finalmente, un hombre que cargaba un estructura metálica en forma de toro de pueblo.
El octogenario pidió a todos que guardaran silencio un momento. Luego pidió a Juan que abra la ventana. El niño pálido como un papel, la abrió. Su respiración y el corazón se le aceleraron tanto que casi se ahoga.
-Hemos venido aquí, porque escuchamos el sonido de tu pingullo –dijo con voz grave.
– ¿El pi, pi, pin… gullo? –tartamudeó Juan, casi sin saliva. –Pero si yo sólo so, so plé. No pensaba que en verdad fuera mágico, mi papá tenía razón –añadió.
-Tenemos que llevarte con nosotros. No intentes gritar, es inútil, nadie puede oírte. No tengas miedo, pronto conocerás lo que nunca quisiste conocer de ti mismo –dijo el viejo sabio levantando su lanza. ¡No olvides tu pingullo!
Sin más, Juan tomó el instrumento y bajó a toda velocidad, sin hacer mayor ruido. Vio de reojo a sus padres, que estaban profundamente dormidos. Les mandó un beso volado y se santiguó.

Un mono aterciopelado se le acercó y le colocó una corona de plumas en la cabeza. Luego, le entregó una pequeña lanza y le enseñó a golpearla contra el suelo. A continuación, el anciano le pidió que le entregara el pingullo y le dijo:
-Tú tienes un don especial. Éste pingullo era de tu abuelo, el mejor pingullero de la Yumbada. No es un hueso de pollo, como pensabas. Está hecho a base de hueso de cóndor y su ritmo ahuyenta a los malos espíritus-. Enseguida profirió unas palabras en quichua bendiciendo el pingullo. Después pasó su mano que flameaba por el rostro y el cuello de Juan sin tocarlo. El pequeño sintió un calorcillo en todo el cuerpo. –Anda, tómalo y acompáñanos. –le dijo el viejo, que miró en silencio a su pequeño nieto.
Los yumbos y Juan recorrieron todas las calles de Cotocollao. El pingullo mágico entonaba melodías alegres, que se unían con el tambor y el sonido de los cocos y los caracoles. Los danzantes no paraban de saltar y las mujeres bailaban al ritmo de las lanzas y las conchas.
Juan nunca había experimentado tal emoción. De repente, se puso triste y pensó en su padre. –Ellos siempre nos contaban historias sobre ustedes. Yo nunca les hice caso –dijo triste y con los ojos aguados. –No te lamentes más, ahora sabes que dentro de tu corazón estamos nosotros, tus antepasados. Y no dejaremos que nadie te arrebate lo que eres y serás por siempre, un gran pingullero, como tu abuelo –le dijo el octogenario. Los dos se abrazaron y alcanzaron a los demás, que reían y silbaban. El niño de las loas deleitó a los participantes con sus coplas y oraciones para el Inti Raymi.
Mientras todos dormían, los yumbos llenaban de alegría y color la Plaza Central de Cotocollao. Pronto, los danzantes y las mujeres sacaron de sus faldas unas enormes canastas, que estaban llenas de: arroz, choclos, chochos, alverjas, habas, tostado, mellocos y unos pedazos de fritada. Los monos soltaron de sus espaldas grandes vasijas llenas de chicha de arroz y de jora. Sobre un gran mantel rojo, muy largo, y rectangular pusieron todos los alimentos. El anciano agradeció por la cosecha del año y dispuso que todos hicieran lo mismo. En coro todos dijeron: ¡Gracias Pacha mama! ¡Gracias dios Sol! ¡Qué viva la Yumbada! ¡Qué viva!
Luego de haber comido, la procesión se dirigió a la casa de Juan. Con sus últimas fuerzas Juan tocó su pingullo despidiéndose de todos los yumbos. Se acercó al anciano, le dio un fuerte abrazo y abrió la puerta.
-Recuerda, estamos en lo más profundo de tu corazón. ¡Hasta el próximo año nieto! –le dijo el viejo.
-¿Abuelo? –se preguntó Juan para sus adentros. Lo vio por última vez antes de que se alejara. La neblina apareció y en ella los yumbos se ocultaron.
Juan subió y pasó por la habitación de sus padres. Seguían durmiendo profundamente. Se dirigió a su cuarto. Con una sonrisa sostuvo su pingullo y cerró sus ojos. Jamás se olvidaría de la Yumbada.
Su padre, que fingió cerrar los ojos y hacerse el dormido, dibujó en su rostro una pequeña
sonrisa.

BIBLIOGRÁFIA

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- S/A. Los Yumbos celebran la cosecha. [en línea] [citado el 04 de Mayo de 2012] Disponible en:
http://www.quito.com.ec/index.php?page=shop.product_details&flypage=&product_id=4 841&category_id=0&manufacturer_id=&option=com_virtuemart&Itemid=66&vmcchk=1&
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